Repetidamente el Papa Benedicto XVI, ha recordado la doctrina de la Iglesia sobre el derecho a la vida de todas las personas, y ha insistido en la perversidad de las prácticas abortivas que son un verdadero “atentado contra la paz”, que siembra nuestras sociedades de tantas muertes inocentes.

Normalmente al referirnos al aborto nos centramos, lógicamente, en la víctima principal, es decir, en el niño o niña que es extirpado del seno de la madre. Pero existe también otra víctima de estas prácticas, a las que conviene prestar mucha atención.

A veces los sacerdotes, en el desempeño de nuestra labor pastoral tenemos que hablar con mujeres que han sido sometidas a una “interrupción voluntaria del embarazo”, nombre que esconde la realidad mas cruda: el aborto provocado. Con mucha frecuencia han llegado a esa situación empujadas por el ambiente y después de conversaciones con “profesionales” que les han presentado el aborto como la mejor y quizá la única solución para su situación.

Después de la intervención, con el paso del tiempo, a veces de años, han empezado a aparecer los síntomas del trauma profundísimo que supuso aquella “interrupción voluntaria del embarazo”. Vienen sufrientes, dañadas, dolidas, a veces muy deprimidas…

Ahora ya lo tienen claro. No, no es algo inocuo, no es una operación más, parecida a la extirpación del apéndice; aquello que había en su interior era “su hijo o su hija”, y sube a la superficie de la conciencia, cada vez con más fuerza la idea clara: consentí que lo mataran.

Hemos oído muchos lamentos, hemos visto muchas lágrimas de mujeres que si ahora pudieran reconsiderarían todo otra vez, volverían atrás en el tiempo. Mujeres que, con horror recuerdan aquellos consejos inicuos: no es nada, no pasa nada, no te enterarás… y a aquellos médicos y enfermeras que son los responsables de su dolor mas profundo.

Muchas, no todas, fueron sometidas a una presión inhumana por parte de los profesionales, de la familia, de las amistades que “querían su bien”. Pero ahora deben sufrir solas las consecuencias durísimas de aquella decisión errónea a la que fueron empujadas.

Tenemos obligación de ayudarlas, comprenderlas, apoyarlas… Y de reclamar a las autoridades correspondientes que no se olviden de que muchas mujeres que han abortado sufren traumas irreparables, y han de soportar daños sicológicos gravísimos. La ley del aborto, además de ser letal para el no nacido, es también enormemente dañina para la mujer. Una sociedad que es capaz de legislar con extraordinaria energía sobre el tema del tabaco, con la sana intención de preservar la salud de la población (¿es esa intención o es mas bien el dinero que cuestan las enfermedades respiratorias al erario público?) sorprende que permita una ley de consecuencias tan funestas. Se trata evidentemente de una ley que es injusta e inhumana.

Mn Francesc Perarnau

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