La Virgen María es asunta al cielo, es llevada al cielo en cuerpo y alma. Esta es la verdad de fe que cada mes de agosto celebramos con la máxima solemnidad. Al final de sus días, su Hijo no permite que experimente la corrupción, la quiere junto a Él en el cielo, para que continúe ejerciendo de Madre de Dios y de toda la humanidad.
Ella nos precede en todo, también en la Vida Eterna. Y a Ella nos confiamos para fomentar nuestra esperanza del cielo.
Aunque a veces nos cueste reconocerlo, en esta vida hay muchas cosas buenas y agradables, regalos de Dios a sus hijos, y, entre éstos, el que más nos debe alegrar e ilusionar es que nos quiere junto a Él en el cielo. Todos estamos llamados a alcanzar la comunión con Dios que es una unión de Amor y ésta empieza con el bautismo y va creciendo con nuestra vida cristiana hasta que será plena en el cielo.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice qué es el cielo: «Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (n. 1024).
Nos puede ocurrir que pensemos poco en el cielo, pero pensar en el cielo, en la felicidad eterna con Dios, fomenta la esperanza, nos llena de alegría, y hace que nos enfrentemos a las dificultades de esta vida con la serenidad de quién sabe que son camino para alcanzar el Amor. A la vez, este pensamiento no nos lleva a desentendernos de nuestros deberes en la tierra, sino todo lo contrario. El cielo se lo da Dios a quienes tratan de hacer de esta tierra, con su amor y entrega a Dios y a los demás, una antesala del cielo. Así nos lo enseña la vida de nuestra Madre del Cielo a quien queremos imitar en todo momento.
Mn. Xavier Argelich